tristeza

Nadie me había dicho nada, lo supe por un amigo, que era más familia que los otros. Sabía que era en alguna parte por Blandengues al 300. Lo primeo fue bajar en una panadería y conseguir algo dulce como a él le gusta. Ya imaginaba cómo lo encontraría. Se ponía nervioso con los cambios y disfrazaba la angustia con mal humor.
Me acuerdo cuando volvía de hacer las cobranzas de ese negocio de electrodomésticos de mala muerte, donde todo era irregular. Llegaba cansado, entraba el 125,cerraba el portón, entraba con su llavero colgado del pantalón y un bolsito en la mano. A penas entraba besaba a mi abuela, era digno de ver, un beso en los labios, decía tantas cosas para mí. Yo lo esperaba con el tablero de ajedrez ordenado, las blancas de su lado, las negras del mío.
-Hola Nico, un beso y dejaba el bolsito en la mesa, las llaves en el centro y el atado o los atados de puchos con el encendedor, daba media vuelta y a la pieza. 
Siempre creí que no soportaba más la ropa, lo agobiaba el calor. Volvía con la musculosa, las bermudas y las sandalias puestas, un pucho prendido siempre entre los dedos. Se sentaba en la punta de la mesa del quincho, mate, cenicero, libreta, lapicera y fichas. Se lo veía rezongando, no decía nada, solo chistaba, cuando levantaba la mirada de las fichas me sonreía. Entre las cobranzas y los galones de nafta, siempre midió la nafta en galones, los números parecían no dar. La letra era sumamente prolija, como su afeitada al ras. La abuela se ponía a planchar y se prendía un pucho, Derby suave, tomaban mate, cada vez que pasaba por la mesa me acariciaba el pelo, prendía otro pucho. Yo lo miraba con cara de intimidación, él tomaba un papel, hacía un garabato, me lo acercaba y decía: ¿Qué se te ocurre?. Me quedaba dibujando, primero la nariz, los ojos a la misma altura, una pera, pelo, orejas; me había enseñado a dibujar caricaturas. Dibujaba hasta que terminara las fichas, el tele prendido en las noticias, y empezábamos a jugar entre el humo y los garabatos.
Con el paquete de palmeritas en la mano le pregunté a la señora de la panadería donde era el supuesto hogar. Me dijo que estaba sobre la vereda de enfrente, había uno con un portón marrón. Crucé y toque timbre en una casa linda, recién remodelada con portones blancos, nadie atendió. De la casa horrible de al lado salía una mujer con una moto. Una de esas casas de hace 60 año con una arquitectura que evitaba todo tipo de belleza. Con piedras pintadas de marrón oscuro y persiana viejas de madera pintadas con sintético del mismo color. -Sí, es acá (dijo). Era peor de lo que pensaba, que absurda es la ilusión. Entré, me recibió una vendedora de seguros venida a menos. - Sí, está acá, lo trajeron al mediodía, está re bien (dijo). No le creí una palabra. Caminé por un pasillo larguísimo, con habitaciones pequeñas, había gente retorcida en las camas, música fuerte y ruidosa, olores rancios.
En la habitación del fondo, a oscuras, estaba acostado, con el oxígeno conectado. Le temblaban los brazos, estaba nervioso, la tristeza se transparentaba en sus ojos claros. La mujer seguía vociferando, le pedí que se retirara amablemente, se fue con cara de quien no consigue su meta, no me había convencido de nada. Le dí un beso al abuelo, acaricie su pecho, era un niño herido, le saqué las molestas mangueras del aparato. -Gracias (dijo), lo abracé, lo miré a los ojos y con su voz lenta, y sus ojos húmedos dijo: -Me trajeron a esta perrera, nunca llegues a viejo. Tomé aire para contener el desgarro. Lo abracé lento y durante un minuto estuvimos en silencio.-Te traje unas palmeritas, ¿Tomamos mates?.
-Si, mejor, no sé que hago acá.
-Yo tampoco (respondí).
Lo senté en la cama. Hicimos algunos chistes sobre si ya se había levantado a alguna chica, me dijo que dos pero que no se las podía cojer, ya no podía. Sonreí, le dije: -¡Sempre avanti!, sos narigón. Se rió y dijo: -¿Qué vamos a hacer Nico?.
-No te preocupes, algo vamos a hacer (dije secándome los ojos)...

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