Elogio de la infancia II


Como una flor que crece, de un tallo subterráneo que se bifurca, se ramifica, trasciende la tierra, se expande, crea sus hojas, sus pétalos, su polen, crece más allá de si, su polen se va con la abeja, con la mariposa, con el viento. La flor que crece trasciende la tierra; no sin la tierra, sin el agua, sin sol; pero no es tierra, ni agua, ni sol. Crece y se crea, se hace a sí misma, se expande hacia el infinito. No hay un inicio, no hay un final. La tierra, el agua, el sol, no la determinan, están en el mismo movimiento, cuando la flor crece crean. No hay dos flores iguales, no hay dos hojas, dos pétalos iguales. No hay “La flor”, no hay copias, ni copias ni ideas supremas de flor. La flor engendra, se autoengendra y es engendrada. No hay determinismo, no hay estructuras que la abarquen. Parte de lo múltiple, lo múltiple de la tierra, del agua, del sol, lo múltiple de la semilla, de la raíz, de la flor. Al crecer traza un mapa de sí, lo recorre hasta marchitarse y luego de marchitarse, lo engendra al recorrerlo. Como el detective errante de Auster[1], él mismo, su detective homónimo se mueve, camina y al caminar escribe, se revela de su acción las letras, los trazos que son indicios de su acción. Deleuze[2] , los rizomas, la territorialidad y desterritorialidad nos convocan a ver la infancia.
La infancia es crecer, movimiento, movimiento de un sujeto que se crea, se expande, se engendra. Intensidades que trazan líneas, acciones. El juego del niño, el movimiento, la exploración, es la escritura de su acción, una escritura que se escribe territorializando. El niño como un libro. Un niño produce una desterritoralización para el mundo del adulto, un punto de fuga que se escapa, como una flor frente a un ejército. El niño que crece, crea un organismo, un organismo con un corazón que late, con un impulso, una intensidad, una fuerza inconsciente de un cuerpo sin órganos, un cuerpo de intensidades puras. Nunca concientizable en su totalidad, solo en fragmentos. El adulto que ve su infancia, ve los fragmentos, los trozos, las hilachas, algunas líneas. La conciencia del adulto es una estéril forma de acercarse a la infancia, el adulto se acerca al niño cuando deja deslizas los impulsos, cuando con el niño juega como niño, cuando vive juega como niño. Hay un agenciamiento cuando se deja llevar como adulto por la hilachas de la infancia.
La infancia es el mapa, el trazado, la escritura que se crea en la acción, cuando se juega.




[1] Paul Auster – “Trilogía de Nueva York” (1987) – En “Ciudad de cristal” el supuesto detective con el nombre Paul Auster persigue su objetivo, caminan por las calles y los parques, los caminos son en su cuaderno trazos, letras que escribe en cada recorrido.
[2] Gilles Deleuze y Félix Guattari – “Mil mesetas”, en su introducción “Rizoma”(1976).

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